Lo tenemos tan metido, está tan arraigado muchas veces en nuestro interior, que forma parte de nuestra personalidad, con frecuencia ni siquiera lo advertimos y cuando lo hacemos lo justificamos en nombre de la justicia y el derecho. Este vicio, cuyo padre es el mismo diablo, es desde el principio de la humanidad el causante de la mayoría de nuestros males personales, pero también políticos, religiosos y sociales. El diablo comenzó su tarea difamadora y calumniadora ya en el jardín del Edén, donde para lograr sus objetivos no dudo en hablar mal de Dios y de sus intenciones. Después Eva se justifica y en lugar de reconocer su culpa, habla mal del diablo y finalmente Adán es también quien habla mal de su compañera. Es decir, la maledicencia brota de un corazón soberbio y mezquino y no hace falta que ese corazón esté del todo corrompido, sino que se baje la guardia un momento, que se deje de vigilar.
La maledicencia es hoy, con todos los medios electrónicos a nuestro alance, como una epidemia, que sufrimos por una parte y propagamos por otra. Chismorreo, calumnias, falsedades, mentiras abiertas, sean estas chicas o grandes, insultos, burlas, desprecios, difamación. En cuestión de pocos días u horas, con o sin motivo, vemos como una persona pierde para siempre su buen nombre, a causa de la maledicencia de los demás.
Muchas veces entramos al trapo de forma inconsciente, pero otras voluntarias y nos dejamos llevar por el suave susurro de ese rato de cotilleo, que poco a poco va despedazando más y más a esa persona, a esa institución. Primero es solo la escucha y cuando nos damos cuenta ya estamos dentro del juego, ya el virus nefasto nos ha contaminado y comenzamos a propagarlo también. La maledicencia afecta primero a quienes tenemos a nuestro alcance, pero hoy en día podemos llegar en pocos momentos y a un clic, a miles de km de distancia, a multitudes de masas y a todo tipo de personas. Solo quien ha sufrido de ese veneno, tiene más presente lo que es el drama de la impotencia de ser calumniado o difamado. Hay enfermedades que nos llegan que nos hacen sufrir, pero ante el virus de la maledicencia, no solo se sufre en carne propia, sino que poco a poco vamos copiando el patrón y actuando de la misma manera, un poco como venganza otro poco como defensa y siempre como victimas ya del virus del desamor.
Lo primero que podemos hacer para prevenirnos, al menos de caer en ese vicio, es ser personas de examen frecuente, de analizar nuestro propio corazón y considerar nuestras intenciones. Pedir en todo momento a Dios en la oración, un corazón puro y recta intención. Sobre todo, esta lacra se propaga con más intensidad cuando despreciamos a los demás por causa de las diferencias de religión, de pensamiento, de sexo, de raza, de política o clase social. Tenemos que decidirnos al menos por no ser jamás los iniciadores del chisme, de la crítica insana, de la difamación o de la calumnia ¿Esto que voy a decir, me gustaría que alguien lo dijese de mí, aunque sea cierto?
Se exige entonces para luchar contra esta lacra, contra este virus, como con otras epidemias, comenzar por taparse la boca y lavarse uno mismo con frecuencia, no solo externamente sino también en lo interior. Siempre es posible hacer una crítica de los hechos sin condenar de forma irreversible a la persona que no actuó bien. Siempre podemos hablar mal de los hechos, pero justificar al pecador, a quien actuó mal. ¿No es cierto que frecuentemente uno mismo también cae? Entonces no podemos caer en esa hipocresía, las más duras palabras de Jesús en el evangelio las dirige a los hipócritas, “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Aun cuando se sepa de buena mano que aquella persona actuó mal, que es cierto aquello que se dice, siempre la difamación, es decir quitar la fama de esa persona, es un hecho deleznable, pues todos tenemos derecho a cambiar, pero difícilmente lo puede hacer quien ya su fama está despedazada. A nadie nos toca juzgar, si no es por razón de paternidad, mientras nuestros hijos son menores, para instruirlos, o por razón de oficio o profesión. Cuando le pidieron a Jesús sus discípulos que les enseñara a orar, además de enseñarles a dirigirse al Padre, Jesús no dudo en incluir en su instrucción, en su oración: “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
José Luís Medina.