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Adicciones – parte 2

CARENCIAS EN LOS PLANOS EMOMOCIONAL Y AFECTIVO, NO DETERMINAN LAS MÚLTIPLES ADICCIONES. (Continua)

En un mundo en el que la familia disfuncional parece que se está posicionando como la funcional, los cristianos y quienes dan al humanismo prioridad sobre ideologías y tendencias, no podemos rasgarnos las vestiduras y escandalizarnos ante las diversas realidades sociales, humanas y familiares. El hombre de hoy como el de hace mil o diez mil años sigue siendo un misterio en su unicidad y ésta no puede estar catalogada y encuadrada en un tipo de comportamiento familiar o social ideal que hay que lograr para que todo esté bien. Este comportamiento ideal no existe, sino que la realidad apunta más a cambios constantes y en los últimos años también muy rápidos en la forma de relacionarse, de interactuar y de comunicación entre unos y otros, pero sobre todo entre diversas generaciones. Es por ello que pretender un estilo de vida, de comunicación y de relación determinado está llamado al fracaso y es más bien la capacidad de acogida de todos, sean cuales sean sus ideales o tendencias, sin tener necesariamente que aceptarlas para sí o como correctas, pero sin que esos ideales o tendencias rebajen un ápice su dignidad.

Resulta frecuente que en un afán loable de comunicar modelos ideales de comunicación y de comportamientos entre padres e hijos, entre esposas y esposos, entre unos y otros en general, perdemos de vista que hay una multiplicidad de personas que jamás podrán o han podido acceder a estos conocimientos y sin embargo al no hacerlo están quedando automáticamente fuera del status “aceptable”, del modo de ser y de comunicar afectos o de relacionarse, que presentamos como ideal, como adecuado, como correcto. Es cierto que es recomendable una sana afectividad, pero el modo de expresarla no puede estar sometido al gusto de una determinada clase social o cultural y me atrevería a decir que incluso religiosa.

Con frecuencia escuchamos decir y decimos que tal o cual persona que proviene de una familia disfuncional tiene mayores impedimentos para ser feliz y que inevitablemente está condicionada a lidiar con la multiplicidad de traumas que esa “disfuncionalidad” le ha debido generar, pero la felicidad tiene que ver más con una decisión que con una condición. Si vemos la historia en la biblia y la historia en general, todos los seres humanos han lidiado y lidian con situaciones familiares y sociales que humanamente no serían de desear, pero ahí están y encuentran la felicidad quienes están determinados a ella y no quienes poseen los medios, que por otra parte no existen. Y es que tenemos una idea de ser feliz preconcebida, cada uno a la medida de sus zapatos y conforme a sus propias prerrogativas o conforme a los estudios realizados y perdónenme si rechino, pero no, no se vale. Por supuesto que no es de desear y es de corregir el que determinadas personas no sean respetadas en sus derechos y tratadas con humanidad, tanto física, como psicológica, como espiritual. Pero el hecho de que no haya sido, o no sea así, no les condena a ser seres “mochos” afectados o traumados y es más bien quien no tiene suficiente capacidad de relación (porque no quiere) quien tiene el problema de relación o comunicación, pues es más absurdo pretender que todos sean como yo, a que yo pueda acomodarme a los demás sin perder mi identidad.

Ciertamente hay comportamientos que para nada ayudan a vivir de forma deseable y digna la vida, ya sean estos comportamientos sufridos o que seamos causa de ellos. Esto es deseable y necesario cambiarlo en la medida de lo posible, pero otra cosa es estigmatizar a quienes los han sufrido, como “traumados” o a quienes los hicieron sufrir como indeseables. Si es deseable corregir estas situaciones, nadie es culpable de ellas en primera persona, sino que de ordinario hay una víctima más. Resulta indignante pretender personas humanas ideales, nacidas de familias ideales, con comportamientos ideales, todos correctos, todos educados, todos equilibrados y de no ser así poner la etiqueta del trauma (este o no afectado), del estigma disfuncional y hasta del educacional, si quien tengo enfrente o de quienes hablamos “los que sí estamos bien”, no dan la talla de mis raquíticas expectativas, o no son de “buena familia”. La grandeza o la pequeñez y junto con ello, la felicidad de la persona no es el resultado de su lugar de procedencia, de su educación o de si ha recibido más o menos afectos a lo largo de su vida, sino de su determinación por amar más y a más personas. Por ello señalar a quien ha tenido una vida difícil, a quien proviene de una familia disfuncional o no tiene familia, como “afectado”, es ya de por si afectarle en su dignidad. Es por ello muy delicado cuando tratamos con personas enfermas o afectadas de cualquier forma, que no prime esta enfermedad o afectación sobre su condición, sobre su altísima dignidad, que no merme en lo absoluto el ser una persona como cualquier otra, llamada también a la excelencia y sin ninguna ventaja o desventaja por causa de su educación, de su salud física o psíquica, de su procedencia, o de la práctica o no de una determinada religión. Es necesario descalzarse y hasta andar de puntillas, delante de una persona que ha sufrido violencia o carencias del tipo que sean, para evitar tratarla como a un ser ya desahuciado en su integridad. Es más, si somos honestos debiéramos de tener una actitud de aprendizaje para incorporar en nuestras vidas toda la riqueza que de ello se ha podido originar, por más que sea indeseable vivir lo que vivió o hacer lo que le hicieron. Como si lo sufrido, lo aprendido, el haber sido amado, la salud o la inteligencia, fuesen lo que da el peso al ser humano, cuando su peso y su dignidad están implícitas en su naturaleza, en su condición de Hijo de Dios y en su libertad.

Existe una tendencia casi enfermiza a etiquetar a las personas y etiquetarnos también por causa de la procedencia u origen: “es de buena familia”, “sus padres son divorciados”, “es adoptado”, etc., etc. Y de esta forma nos ufanamos o nos lamentamos también de la propia familia, como si fuese una suerte ya echada, como una determinación maldita o una merecida bendición, el hecho de tener estos o aquellos padres. Estas actitudes muchas veces vienen como consecuencia de la perdida de la confianza en uno mismo y en Dios, que busca seguridades y al no encontrarlas inventa “clichés”, cosa que por suerte tiene reversibilidad, con solo un poco de valentía y coraje, pero para ello hay que descubrirlo y no dejarse manipular con facilidad.

Lejos de buscar ponernos a la altura, mayor o menor, de quien ha sufrido, muchas veces esperamos de él que se ponga a nuestra altura, porque nosotros “sí” estamos bien. Sin darnos cuenta que las más de las veces esas personas han de agacharse para encontrar nuestro nivel. Jesucristo a lo largo de todo el evangelio es muy claro en su forma de proceder con quienes han sufrido o sufren, los trata siempre como sanos, sí con limitaciones, pero no pone por delante su condición: “Ni pecó él ni sus padres, sino que es para la gloria de Dios” (Jn 9-3). Es decir, la gloria de Dios se puede manifestar y de hecho se manifiesta en toda persona, sana o enferma.

 

José Luís Medina.

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